Por qué el Tercer Mundo está dejando de ser el cubo de la basura electrónica del planeta
Visto desde sus transitadas calles, Hauqiangbei recuerda a cualquier otro atestado barrio comercial chino, repleto de centros comerciales a ambos lados de las calles, puestos de comida y gente apresurada que se abre paso a codazos. Sin embargo, si entramos en uno de estos complejos, salta a la vista que Huaqiangbei, situado en el corazón de Shenzhen, centro del diseño y la fabricación de aparatos electrónicos del país, es diferente de cualquier otro lugar del planeta. Cuando se entra en SEG Plaza, en pleno distrito, no se tiene la impresión de encontrarse ante el paradigma de la innovación ecológica. El piso principal está abarrotado de quioscos y casetas donde se vende un barullo de productos de esos que encuentras solamente dentro de tu ordenador: cables, módulos de memoria RAM, unidades centrales de procesamiento y ventiladores. Enrollados, colgados y expuestos en estuches, el conjunto no difiere mucho de una imaginaria carnicería de lujo especializada en serpientes y otros artículos enroscados. Si se mira hacia arriba, vemos casi 10 pisos de puestos parecidos en los que se despachan mercancías similares.
¿Y de dónde procede todo eso? Antes, gran parte de los equipos de Huaqiangbei se importaban de países desarrollados, como Estados Unidos, se desmontaban en talleres célebres por su insalubridad de otros lugares del sur de China y, acto seguido, iban a parar a Hauqiangbei. Se trataba de un comercio generalmente malinterpretado que cargó al país con el descrédito de ser el cubo de la basura electrónica del mundo. Sin embargo, hace tiempo que la realidad es mucho más compleja.
Aunque, fuera de China, pocos lo saben, esos componentes usados son cruciales para el funcionamiento del mercado y el sector mundial de la electrónica. Pueden aparecer en los sitios más inesperados. En 2012, una investigación del Comité de Servicios Armados del Senado de Estados Unidos descubrió al menos 1.800 casos de piezas de segunda mano procedentes del país asiático que reaparecieron en equipos electrónicos de la Armada estadounidense instalados en aviones de carga y espía, y en helicópteros utilizados en operaciones especiales. Más frecuente es encontrarlos en juguetes, señales digitales y teléfonos móviles baratos. ¿Y es eso un problema? Lo es si lo han engañado para que piense que acaba de comprar un producto nuevo cuando, en realidad, el que ha adquirido está hecho a base de piezas viejas.
Sin embargo, visto desde otro ángulo, Hauqiangbei es la economía ecológica hecha realidad. Según Apple, el 84% de las emisiones de dióxido de carbono relacionadas con el iPhone 6s tiene que ver con su fabricación, mientras que solo el 10% procede de su uso. "Esto supone que la vida del producto es el determinante clave de su impacto ambiental global", explica un informe de 2015 de Green Alliance, un grupo de expertos de Reino Unido dedicado a los estudios medioambientales. "Un dispositivo que dura más reparte el impacto de su manufactura a lo largo de un periodo de tiempo más prolongado". No obstante, no se trata solo del CO2. Los mercados de segunda mano hacen que descienda la demanda de cobalto y otros materiales, cuya extracción suele ser perjudicial para la salud humana y el medio ambiente.
Cuando llegan al final de su vida, nuestros aparatos no siguen un camino recto ni se ajustan a un relato simple. Hoy en día, la mayor parte de la chatarra electrónica del mundo se produce en países en desarrollo como China, que carecen de la tecnología avanzada imprescindible para reciclarla con garantías de seguridad. Pero, incluso si tuviesen esa tecnología, es probable que, de momento, no la utilizasen. Debido a la desaceleración económica de China, los precios de los artículos reaprovechados de aparatos antiguos llevan años bajando, lo cual perjudica al balance de los recicladores de todo el mundo. Hace una década, los ordenadores portátiles y los monitores contenían varios kilos de acero, plástico, cobre y metales preciosos. Los productos superdelgados de nuestros días, preferidos por los consumidores, no solo contienen mucha menos cantidad de estos elementos básicos, sino que también son extremadamente difíciles de reciclar. En consecuencia, la industria del reciclado de aparatos electrónicos sostenible y racional desde un punto de vista ecológico se encuentra en crisis. Una solución es prescindir de los elevados costes del reciclaje y, sencillamente, subvencionarlo. Japón dispone de uno de los programas de reciclaje subvencionado más eficaces el mundo, pero tiene dificultades para recuperar los aparatos de los ciudadanos. Incluso si lo lograse al 100%, se encontraría con otro problema. No todo es reciclable, ni siquiera con la mejor tecnología, y muy a menudo, a los recicladores les toca recoger la basura.
Así que, a principios de la década de 1980, los que se dedicaban al reciclaje en el mundo desarrollado empezaron a vender ordenadores personales y otros aparatos electrónicos a terceros países como China. Muy pocos sabían, o les importaba saber, por qué los importadores chinos pagaban por quitarles de las manos esos materiales tan molestos. Pero entonces, como ahora, el motor del mercado era la reutilización. En la China de alrededor de 1985, por ejemplo, un ordenador personal IBM usado no se consideraba un desecho, sino un aparato que se podía utilizar una y otra vez. Esas tempranas importaciones de "basura electrónica" dieron acceso por primera vez a la tecnología informática a muchos estudiantes y científicos chinos. Como es lógico, los aparatos acababan por romperse o quedar obsoletos. Pero, en vez de tirar directamente a la basura esos viejos ordenadores, los astutos comerciantes chinos rebuscaron en ellos los componentes reutilizables que se pudiesen vender sueltos. Los que no se podían volver a usar se reciclaban, muchas veces en condiciones peligrosas y nocivas para el medio ambiente.
A principios de la década de 2000, las organizaciones ecologistas y los medios de comunicación de fuera de China "descubrieron" las actividades de reciclaje sin condiciones de seguridad y publicaron varios informes influyentes que las convirtieron en materia de litigios medioambientales internacionales. No obstante, muy pocos estudios se esforzaron verdaderamente en explicar, y mucho menos en entender, que los desiertos digitales eran el punto de partida de un proceso de reparación y recuperación ausente en los países más desarrollados. Tampoco fueron capaces de ver que, en realidad, lejos de colaborar en el "vertido" de aparatos obsoletos en China, los compradores ávidos de tecnología del país asiático competían por los materiales. Según mis fuentes en Guiyu, la zona de procesamiento de chatarra electrónica de peor reputación de China, alrededor del 80% de los ingresos obtenidos de la basura tecnológica "desechada" procede de su reutilización.
A medida que China fue aumentando su riqueza y empezó a descartar sus propios aparatos, la demanda de dispositivos electrónicos del extranjero ha descendido notablemente. De ahí que la basura tecnológica nacional predomine con mayor frecuencia en Hauqiangbei. Pero el comercio no ha desaparecido del todo. Los países en desarrollo, desde Indonesia hasta India pasando por Kenia, practican el mismo intercambio, con los mismos objetivos, en el que China fue pionera. Por ejemplo, Ghana se ha convertido en un foco de interés para los exportadores de aparatos electrónicos de segunda mano de Europa.
Según un extenso estudio del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), en 2009, por ejemplo, Ghana importó 215.000 toneladas de "equipos eléctricos y electrónicos". El 15% (alrededor de 32.250 toneladas) iban destinados a los vertederos. Este porcentaje representa una porción casi imperceptible de los 41,8 millones de toneladas de desechos electrónicos generados en el mundo en 2015. El otro 85% funcionaba o se podía reparar y, con toda probabilidad, fue a parar a los talleres o las tiendas de reventa.
En conjunto, estas diversas corrientes comerciales forman una de las economías verdes no convencionales más pujantes del mundo. Para incorporarlas a la economía reglada, sin embargo, hace falta algo más que medidas in extremis. Es necesario empezar desde la cuna, es decir, desde los estudios de diseño. Pero, por razones particulares, muchas de las mayores empresas de productos electrónicos del mundo están luchando con uñas y dientes para obstaculizar aún más la reparación.
Sin embargo, aún queda esperanza. A pesar de los destornilladores especializados, empiezan a aparecer señales de una economía de reutilización más normalizada. La idea de diseñar para la segunda vida de un producto no es nueva. Manny Bodner, recién jubilado presidente de Bodner Metal & Iron de Houston, Texas, me contaba que la industria del reciclado de chatarra la consideró por primera vez en la década de 1970. Por aquel entonces, las plantas siderúrgicas empezaban a mezclar nuevos elementos químicos con el metal para modificar sus propiedades físicas. "Pero cuando los desguaces quisieron volver a llevar el acero a las fábricas, se encontraron con un inconveniente", recuerda Bodner en una llamada telefónica. Resultaba que las acereras no querían que los nuevos elementos entrasen otra vez en sus hornos y echasen a perder la composición química de otros productos de acero. Esto supuso un verdadero problema para los recicladores: ¿dónde iban a reciclar?
Estas ideas tardaron unos cuantos años en cuajar, pero, en la década de 1990, el Instituto de Industrias de Reciclado de Chatarra (ISRI), la organización líder del gremio del reciclaje en el mundo, lanzó la iniciativa Diseño para el Reciclado (DFR, por sus siglas en inglés). Su objetivo era muy concreto: eliminar o reducir en la fase de diseño cualquier factor que pudiese impedir el reciclado de sus productos. Un diseño que permita el reciclaje puede significar muchas cosas. Por ejemplo, no instalar interruptores de mercurio tóxicos y de difícil acceso en los automóviles (un problema que venía de lejos), pero también puede ser un principio: un producto apto para el reciclado es aquel que se monta empleando tornillos en logar de cola.
Por supuesto, es más fácil decirlo que hacerlo, como explica Bodner, que dirigió el grupo de trabajo en diseño para el reciclado de ISRI durante la mayor parte de la pasada década. "El incremento de los costes que supone elaborar un producto [diseñado para ser reciclado] no puede ser tal que lo convierta en inalcanzable. No es una opción para tranquilizar la conciencia, sino una decisión económica con la que puedas estar tranquilo".
Por fortuna, otras empresas siguen esta misma línea. Scott O'Connell, director de asuntos medioambientales de Dell, lleva años reflexionando seriamente sobre la sostenibilidad de los productos. Durante los últimos cinco años ha presidido uno de los primeros y más avanzados sistemas de reciclaje de "circuito cerrado" del mundo. La idea es sencilla: Dell recoge aparatos electrónicos usados, los manda al reciclador, y luego utiliza el plástico recuperado en nuevos portátiles. No se trata de un truco publicitario. Un representante de la empresa cuenta que, en 2014, mientras los ingenieros trataban de ahorrar un céntimo dentro del ordenador, los plásticos de circuito cerrado empleados en el exterior del aparato "ahorraban 25 veces más". A principios del verano de 2016, Dell comercializó 48 productos que incorporaban esta clase de plásticos.
En una llamada desde su casa de Texas, O'Connell explicaba que el "circuito cerrado" y otras iniciativas de Dell han desplazado el marco de referencia de los diseñadores de la empresa. "Estamos reflexionando sobre el tema desde la perspectiva del extremo final. Llega un momento en que el ordenador portátil acaba en manos de un reciclador". Este podría suministrar fácilmente plástico a la fábrica Dell, lo cual proporciona a la empresa un poderoso incentivo para asegurarse de que el producto es fácil y barato de reciclar. Desde el punto de vista del técnico y de la empresa, no basta con limitarse a pensar qué significa reciclar. "Llevamos a nuestros diseñadores a los recicladores para que puedan observar, a ocho años vista, las consecuencias de las cosas buenas y de las malas. Hemos descubierto que es una experiencia muy impactante para ellos".
Sin embargo, donde Dell empuja verdaderamente contra corriente es en los pasos que está dando para prolongar la vida de sus productos. Desde la perspectiva de la sostenibilidad, la iniciativa tiene mucho sentido. Un producto que se puede reparar y que, por lo tanto, dura más, no necesita ser sustituido por uno nuevo. El problema reside en que, al menos en apariencia, la iniciativa va en contra de la mentalidad del actual sector de la electrónica, tan volcado en las actualizaciones. No obstante, O'Connell asegura que las cosas no son necesariamente así.
"¿Es bueno para el negocio que un producto se pueda reparar?", se pregunta retóricamente. "Sí, ya que es un punto de contacto más para el cliente". Es decir, para una empresa como Dell, gran parte de cuyo negocio consiste en proveer de equipos a grandes clientes comerciales, la reparación es una ocasión de prestar servicios de mantenimiento quizá a miles de máquinas. O, lo que tal vez sea aún más prometedor, brinda la oportunidad de gestionar el periodo de finalización del mantenimiento de los equipos. Esto podría significar enviarlos a un sistema de reciclaje de circuito cerrado. O quizá algo más sostenible aún: podría significar que se utilizase un centro de servicio de Dell para reparar y renovar el aparato, de manera que pudiese tener una segunda vida en otro sitio.